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La mateada

Reflexiones ante la muerte de un amigo

Me cuentan que César fue mi primer amigo y que yo, con sólo cuatro años, logré que le pongan su nombre a mi hermano. Era un homenaje a ese amigo de la infancia. Con la escuela primaria llegó Carlos y sus sueños de astronauta, fomentado a veces por las historias relatadas en El Tesoro de la Juventud, la enciclopedia que leímos completa en la niñez.

Más tarde fueron Carlos y Hugo; Negro, Juan Carlos, Carlitos; Guille, Babi, Hansi, Reinaldo, Raúl, Dante, Esteban, Eduardo, José, Techito; Chiqui, Patricia, Susi, Susana, Roxana. Todos ellos llegaron en la adolescencia y se quedaron para siempre.

Los años adultos me dejaron muchos otros que hoy son parte de un círculo íntimo que me sostuvo y me sostiene en los momentos más complicados. Son muchos, y son importantes. Ellos saben que los quiero profundamente y que forman la familia grande que todos elegimos construir.

Llegaron desde cualquier lugar: la Universidad, los diarios y los otros lugares donde trabajé, los boliche donde bailé; las noches y las calles que crucé; las casas de los amigos donde comí asados y tomé mates; el chat; los viajes y hasta una terminal de ómnibus perdida en un paraje muy pequeño de las sierras de Córdoba y la plaza posadeña de la protesta yerbatera. Llegaron desde la profundidad de la selva misionera y desde un barcito de la jungla de asfalto del microcentro porteño; la verdad que tantos amigos entrañables llegaron desde tantos lugares para sumarse a mis alegrías y sostener mis tiempos complicados, que sería imposible recordarlos a todos.

Diego llegó a mi vida de una manera accidental y se quedó para siempre; hace unos días, para sorpresa de todos, Diego enfermó de golpe y un coma diabético lo arrancó de nuestras vidas. Comenzó a morirse de a poco, abriendo una grieta enorme en el pecho y en el alma de los que desesperadamente queríamos retenerlo. Diego se fue un viernes, casi la vísperas del Día del Amigo.

Diego nos dejó un vacío muy grande que no se logra completar con nada y que en pleno duelo, todavía, arranca las lágrimas profundas que aparecen cuando se comienza a dimensionar el nunca más, el recuerdo de lo que fue; la ilusión de lo que podría haber sido.

Diego se murió con treinta años, después de una vida enorme. Diego incursionó en la amistad y en los afectos profundos, acompañó las tristezas y rió acaloradamente con las ocurrencias. Diego escuchó los miedos y entró en los proyectos, se hizo amigo de los amigos, preparó el mate y el asado, cambió la música, abrazó y estrechó con fuerza las manos y desplegó su ternura. Abrió sus temores y sus desconciertos, confió, confesó.

Es probable que ese Diego que hoy no está, haya sido igual que cualquiera de mis otros amigos, tanto mas o menos especial que los otros; tan noble, tan íntegro y tan comprometido como los otros. Pero este año, el Día del Amigo es para Diego, porque este Diego que quiero entrañablemente ya no está. Y duele, porque el que no está es nada más y nada menos que mi amigo.

Pero con la ausencia de este polaquito pata sucia, que gustó de caminar descalzo la costa del río de su amado Montecarlo y se perdió en la espesura del monte misionero un día de lluvia, los amigos que están cobran otra dimensión.

Diego fue un amigo completo, capaz de desaparecer por varios días sin contestar un mensaje o no dar señales por mucho tiempo. Pero siempre, en cualquier momento, seguramente una madrugada intensa de reflexiones profundas o soledades incomprensibles, decía presente con su originalidad y su tremenda ternura, recordando que los afectos estaban intactos y que sus misteriosas desapariciones eran sus tiempos de licencia para sus nuevos amigos o sus reiteradas ocurrencias.

“Estuve pensando mucho en nuestra última charla…”, me dejó escrito en el mensajero del Facebook. Nunca supe qué pensó. Ni sabré qué me quiso decir.

En mi búsqueda resignada de momentos felices se me ocurre decir que soy un afortunando por haberlo conocido y haberlo disfrutado, pero me suena a un manotazo desesperado y sin sentido que busca disimular la bronca que me provoca su ausencia.

Lo pienso y lo lloro; voy a extrañar su abrazo y sus ocurrencias. Me hará falta el compañero que subía al auto con la mochila, el vino, la copa y el destapador, porque del mate siempre me ocupaba yo. El clásico indica que apenas unos minutos después me diría “vamos a sacar un poco tu folclorito…” para poner sus discos de música electrónica o sus set grabados especialmente para la ocasión.

Lo que más amó fue lo que más compartió: sus amigos, sus costumbres, su familia.

Sus pensamientos están en las horas compartidas que irán apareciendo, seguramente, cada vez que sea necesario. Y sus anécdotas, saldrán millones de veces en distintas situaciones del resto de nuestras vidas, pero me hará muchísima falta en esos momentos tan simples que compartimos haciendo juntos las cosas que más nos gustaban, las que se hacen con quienes elegimos tener cerca para siempre.

Diego fue un gran amigo y una persona a la que quiero profundamente. En su simpleza radicó su grandeza. Cuando habló de sus amigos y de sus hermanos dejó ver el profundo amor que tenía por las personas. En sus pensamientos estaba su compromiso social, solidario, incluyente. En su militancia estaba la tolerancia, aún con sus intolerantes.

No lo escuché juzgar ni condenar, sino reclamar proponiendo siempre una alternativa de solución. Sus enojos siempre fueron moderados y su gran optimismo siempre estaba por delante de los conflictos. Así lo conocí y así lo disfruté. Fue sincero y fue leal.

Diego planteó las verdades incómodas de frente, sin agresividades. Contó secretos y reveló sueños, abrió su mundo de desconciertos y de temores sin eufemismos.

Diego dejó un vacío enorme en los que pudimos disfrutarlo. Porque perdimos físicamente a alguien irreemplazable e inolvidable, aún sabiendo que nos dejó y que nos quedamos con lo que fue y con lo que hizo.

A Diego no los vamos a olvidar nunca. Ni tampoco lo dejaremos de llorar, al menos yo no, por más que después que pase el duelo, podamos recordarlo con una sonrisa o en sus anécdotas.

Diego fue un amigo inmenso y recordarlo, es pensar y descubrir que quiero desesperadamente a cada uno de mis verdaderos amigos de la misma manera, con la misma entrega y con el mismo compromiso. Con la misma gratitud. Claro, como están acá, me doy cuenta que no se me ocurre decirles lo importante que fueron, que son, y que serán en mi vida, en esta afortunada y agraciada vida que me tocó en suerte en el reparto.

Diego me va a doler por mucho tiempo. Pero los que están, los que estuvieron, una y mil veces serán el sostén y la energía que a diario sustenta lo que en definitiva es una vida feliz, con momentos muy tristes.

Probablemente nunca sepa quién es César. No lo recuerdo, aunque estoy con él en una foto sacada en un potrerito, abrazado a una pelota y cubierto de barro. De ese amigo de la infancia me quedó sólo su nombre: César. De Diego me quedó su último año de vida y su querencia. De ustedes, mis verdaderos amigos, la compañía y la alegría, el compromiso. La fuerza.

Disculpen estos días de extrema tristeza y sensibilidad. Disculpen los silencios y el descompromiso. Estoy acomodando algunas cosas y poniendo fuerzas para tragar lo incomprensible. Gracias, un millón de veces gracias por el cariño y por la presencia.

Diego se murió el viernes, el 16 de julio, después de casi diez días de un coma irreversible producido por su diabetes. Tenía 30 años. Vivía y trabajaba en Montecarlo. Era mi amigo.

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