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La mateada

Agua caliente

Reflexiones ante la muerte de un amigo

Me cuentan que César fue mi primer amigo y que yo, con sólo cuatro años, logré que le pongan su nombre a mi hermano. Era un homenaje a ese amigo de la infancia. Con la escuela primaria llegó Carlos y sus sueños de astronauta, fomentado a veces por las historias relatadas en El Tesoro de la Juventud, la enciclopedia que leímos completa en la niñez.

Más tarde fueron Carlos y Hugo; Negro, Juan Carlos, Carlitos; Guille, Babi, Hansi, Reinaldo, Raúl, Dante, Esteban, Eduardo, José, Techito; Chiqui, Patricia, Susi, Susana, Roxana. Todos ellos llegaron en la adolescencia y se quedaron para siempre.

Los años adultos me dejaron muchos otros que hoy son parte de un círculo íntimo que me sostuvo y me sostiene en los momentos más complicados. Son muchos, y son importantes. Ellos saben que los quiero profundamente y que forman la familia grande que todos elegimos construir.

Llegaron desde cualquier lugar: la Universidad, los diarios y los otros lugares donde trabajé, los boliche donde bailé; las noches y las calles que crucé; las casas de los amigos donde comí asados y tomé mates; el chat; los viajes y hasta una terminal de ómnibus perdida en un paraje muy pequeño de las sierras de Córdoba y la plaza posadeña de la protesta yerbatera. Llegaron desde la profundidad de la selva misionera y desde un barcito de la jungla de asfalto del microcentro porteño; la verdad que tantos amigos entrañables llegaron desde tantos lugares para sumarse a mis alegrías y sostener mis tiempos complicados, que sería imposible recordarlos a todos.

Diego llegó a mi vida de una manera accidental y se quedó para siempre; hace unos días, para sorpresa de todos, Diego enfermó de golpe y un coma diabético lo arrancó de nuestras vidas. Comenzó a morirse de a poco, abriendo una grieta enorme en el pecho y en el alma de los que desesperadamente queríamos retenerlo. Diego se fue un viernes, casi la vísperas del Día del Amigo.

Diego nos dejó un vacío muy grande que no se logra completar con nada y que en pleno duelo, todavía, arranca las lágrimas profundas que aparecen cuando se comienza a dimensionar el nunca más, el recuerdo de lo que fue; la ilusión de lo que podría haber sido.

Diego se murió con treinta años, después de una vida enorme. Diego incursionó en la amistad y en los afectos profundos, acompañó las tristezas y rió acaloradamente con las ocurrencias. Diego escuchó los miedos y entró en los proyectos, se hizo amigo de los amigos, preparó el mate y el asado, cambió la música, abrazó y estrechó con fuerza las manos y desplegó su ternura. Abrió sus temores y sus desconciertos, confió, confesó.

Es probable que ese Diego que hoy no está, haya sido igual que cualquiera de mis otros amigos, tanto mas o menos especial que los otros; tan noble, tan íntegro y tan comprometido como los otros. Pero este año, el Día del Amigo es para Diego, porque este Diego que quiero entrañablemente ya no está. Y duele, porque el que no está es nada más y nada menos que mi amigo.

Pero con la ausencia de este polaquito pata sucia, que gustó de caminar descalzo la costa del río de su amado Montecarlo y se perdió en la espesura del monte misionero un día de lluvia, los amigos que están cobran otra dimensión.

Diego fue un amigo completo, capaz de desaparecer por varios días sin contestar un mensaje o no dar señales por mucho tiempo. Pero siempre, en cualquier momento, seguramente una madrugada intensa de reflexiones profundas o soledades incomprensibles, decía presente con su originalidad y su tremenda ternura, recordando que los afectos estaban intactos y que sus misteriosas desapariciones eran sus tiempos de licencia para sus nuevos amigos o sus reiteradas ocurrencias.

“Estuve pensando mucho en nuestra última charla…”, me dejó escrito en el mensajero del Facebook. Nunca supe qué pensó. Ni sabré qué me quiso decir.

En mi búsqueda resignada de momentos felices se me ocurre decir que soy un afortunando por haberlo conocido y haberlo disfrutado, pero me suena a un manotazo desesperado y sin sentido que busca disimular la bronca que me provoca su ausencia.

Lo pienso y lo lloro; voy a extrañar su abrazo y sus ocurrencias. Me hará falta el compañero que subía al auto con la mochila, el vino, la copa y el destapador, porque del mate siempre me ocupaba yo. El clásico indica que apenas unos minutos después me diría “vamos a sacar un poco tu folclorito…” para poner sus discos de música electrónica o sus set grabados especialmente para la ocasión.

Lo que más amó fue lo que más compartió: sus amigos, sus costumbres, su familia.

Sus pensamientos están en las horas compartidas que irán apareciendo, seguramente, cada vez que sea necesario. Y sus anécdotas, saldrán millones de veces en distintas situaciones del resto de nuestras vidas, pero me hará muchísima falta en esos momentos tan simples que compartimos haciendo juntos las cosas que más nos gustaban, las que se hacen con quienes elegimos tener cerca para siempre.

Diego fue un gran amigo y una persona a la que quiero profundamente. En su simpleza radicó su grandeza. Cuando habló de sus amigos y de sus hermanos dejó ver el profundo amor que tenía por las personas. En sus pensamientos estaba su compromiso social, solidario, incluyente. En su militancia estaba la tolerancia, aún con sus intolerantes.

No lo escuché juzgar ni condenar, sino reclamar proponiendo siempre una alternativa de solución. Sus enojos siempre fueron moderados y su gran optimismo siempre estaba por delante de los conflictos. Así lo conocí y así lo disfruté. Fue sincero y fue leal.

Diego planteó las verdades incómodas de frente, sin agresividades. Contó secretos y reveló sueños, abrió su mundo de desconciertos y de temores sin eufemismos.

Diego dejó un vacío enorme en los que pudimos disfrutarlo. Porque perdimos físicamente a alguien irreemplazable e inolvidable, aún sabiendo que nos dejó y que nos quedamos con lo que fue y con lo que hizo.

A Diego no los vamos a olvidar nunca. Ni tampoco lo dejaremos de llorar, al menos yo no, por más que después que pase el duelo, podamos recordarlo con una sonrisa o en sus anécdotas.

Diego fue un amigo inmenso y recordarlo, es pensar y descubrir que quiero desesperadamente a cada uno de mis verdaderos amigos de la misma manera, con la misma entrega y con el mismo compromiso. Con la misma gratitud. Claro, como están acá, me doy cuenta que no se me ocurre decirles lo importante que fueron, que son, y que serán en mi vida, en esta afortunada y agraciada vida que me tocó en suerte en el reparto.

Diego me va a doler por mucho tiempo. Pero los que están, los que estuvieron, una y mil veces serán el sostén y la energía que a diario sustenta lo que en definitiva es una vida feliz, con momentos muy tristes.

Probablemente nunca sepa quién es César. No lo recuerdo, aunque estoy con él en una foto sacada en un potrerito, abrazado a una pelota y cubierto de barro. De ese amigo de la infancia me quedó sólo su nombre: César. De Diego me quedó su último año de vida y su querencia. De ustedes, mis verdaderos amigos, la compañía y la alegría, el compromiso. La fuerza.

Disculpen estos días de extrema tristeza y sensibilidad. Disculpen los silencios y el descompromiso. Estoy acomodando algunas cosas y poniendo fuerzas para tragar lo incomprensible. Gracias, un millón de veces gracias por el cariño y por la presencia.

Diego se murió el viernes, el 16 de julio, después de casi diez días de un coma irreversible producido por su diabetes. Tenía 30 años. Vivía y trabajaba en Montecarlo. Era mi amigo.

Querido Chacho

Hace 18 años se murió un amigo. En aquel entonces él tenía 18 años. Supongo que su vida no pasó desapercibida para nadie de los que pudimos conocerlo y tratarlo en profundidad. Chacho, así lo llamábamos, era de risa amplia, manos fuertes, caminar pausado y sobre todo, como la mayoría de los amigos, era un tipo leal.

Por esas paradojas del destino, su vida y su muerte incidieron con fuerza en mi. Una vez que enfrenté al destino y salí en busca de nuevos horizontes, fue el único que a la distancia se acercó con una carta remitida en papel, donde además de la contención que se necesita en esos momentos, recuerdo una frase que me sonó fuerte: “escribo esto con lágrimas en los ojos”, lágrimas de emoción y de afecto, que se profesa con increíble sinceridad.

Chacho se murió en un accidente de tránsito. Su muerte me arrancó con fuerza del pueblo donde vivíamos y fue el motor que no encontraba en aquel entonces para salir en busca de algo que me contuviera; Chacho se apareció en mis sueños en el momento de más desesperación y su sonrisa contagiosa, llena de ternura, siempre fue un alivio.

Chacho era bastante solitario pero aún así tuvo muchos amigos; era simpático y ocurrente, serio y muy divertido. Hacía los mejores tererés de limón exprimidos que tomé y portaba un cuerpo de gimnasta; sabía escuchar y la ironía era una de sus más notables características.

Chacho Wolfart me dejó una marca que llevaré e por vida: cuando estaba paralizado y sin destino, me miró y dijo lo más simple y lo más indicado: “hacé algo”. Miles de veces, en estos 18 años que pasaron, sentí su frase y su aliento, su apoyo, su reclamo, su acompañamiento. Desde entonces, y creo ya que para siempre, su recuerdo y su amistad fue sentando una base sólida muy dentro mío, convertido en idea y en un motor en quien inspirarme y a quien recurrir, ya que la muerte, absurda, lo puso en mi para siempre.

Cada tanto visito su tumba. Hace muchos años que ya no lo lloro y es probable que ya no lo llore, aunque lo extraño y cuando pienso en él, me duele y me embronca su ausencia. Me hubiera gustado verlo maduro y productivo. Hay veces que imagino la vida que no tuvo y la rutina que se le negó; los hijos que no dejó y los amores que no fueron.

Pero siempre hablo con él, le cuento, pregunto, me apoyo.

Hace días que vengo pensando que ya lleva de muerto el mismo tiempo que tuvo de vida. Hoy le dedico estás reflexiones, estos pensamientos, unas palabras; parte, seguramente, de las charlas que siempre quedan pendientes, del abrazo que faltó, de la discusión que no tuvimos, de la última carcajada; de la mirada profunda y silenciosa que se cruza en momentos especiales y que dicen todo, aunque no hayan sonidos.

Hoy te recordé, querido Chacho, como seguiré recordando tu corta vida y tu larga existencia. Nos estamos charlando, un día de estos.

Acerca de...

Vamos por un año mas. Y hay muchos mensajes y correos electrónicos que preguntan quién escribe  este blog. La respuesta la puse hace unos años, cuando comencé a escribir.

Dije entoces: "Tu Primo del Campo es, tu primo del campo, al que le gusta escribir y contar sus recuerdos de pueblo y sus vivencias actuales, mezcladas con los afectos eternos. Hombre, transgresor, profesional, que llegó a este mundo antes que el hombre pisara la luna (si es que alguna vez estuvo en ella) y bueno, vive y disfruta y cuando puede, escribe, porque le gusta. Está en Misiones, Argentina, la tierra colorada, pero dice que es ciudadano del mundo".

Todo sigue como era entonces y las cosas que pasaron entre medio, están escritas acá (aunque no todas...!!!).

Nos seguimos tocando (letras de por medio, claro...).

Buena vida.

Te quiero con el alma

Espero que esta no parezca una carta de amor sino que se entienda que es una carta de sentimientos, porque vos anidaste en mi pecho y eso se siente muy bien. No haré promesas ni caeré en reflexiones que pueden cambiar de la noche a la mañana, pero quiero que sepas que sos una de las personas más importante de mi vida y lo serás por siempre. Eso nunca va a cambiar.

Alguna vez te lo dije y hoy lo ratifico: “gracias, por cruzarte en mi camino” y ayudarme a descubrir que existe ese mundo que se dispara cuando la sangre comienza correr y empieza a quemar. Y cómo quema, por Dios, cómo quema. Quemó al quererte y calcinó al perderte, pero volvió con toda su calidez el día que nos permitimos volver a tocarnos.

Ahora, en esta nueva etapa, me llevo lo mejor de vos, y voy a buscar lo que no quisiera perder nunca, que es ese calor que nos ayuda a saber que no estamos solos (a mi me ayuda), y saber que hubo pasos que se pisaron sobre marcas que dejaste o que dejé, sin que importe el orden pero que significa que un tramo de esta vida marchamos juntos.

Tu vida me hace mucho bien. Pensarte me trae ahora una sonrisa y no me arrepiento de que antes me haya traído dolor: te lloré por temor a perderte y me dolió tu ausencia, porque pensé que volaste para siempre; me dolió la incertidumbre de no saber si volvería a escuchar tus disparates, tu risa loca, tus canciones, tus historias, tus reflexiones y hasta tus silencios.

Pedirte perdón por lo que no fue sería novelar esta historia y si ello ocurriera, según mi manera de ver, sería minimizar nuestras vivencias. Tampoco puedo asegurarte que no volverá a pasar, pero si escribo esto es porque tengo la convicción de que trabajaré para que no suceda, aunque al fin y al cabo, vos sabés muy bien que sólo me superó la circunstancia.

Así como te amé con un amor sin medidas, ni restricciones, desde el primer día que te conocí, te respeté con convicción. Me impresionó mucho tu vida pero más me impresionó tu fortaleza.

Siempre, cada minuto desde que te paraste delante mío por primera vez, te miré con respeto. Habrá sido eso lo que tanto enojo me producía al escuchar cosas que no quería ni podía compartir y volví a fallar en mi intento de llegar a vos. Si todo volviera atrás, algunas cosas la corregiría de inmediato, pero también se que sabiendo quién sos, dejaría otras tal como sucedieron, para que me marques el camino y me muestres el sendero que hoy vislumbro, y sobre el que comienzo a caminar.

Estoy muy feliz de poder recuperarte desde el lugar que siempre quise tenerte: desde donde pueda quererte sin dolor, te dije siempre, y eso implica quererte con compromiso, con ternura, con mucha entrega, sin egoísmos de ningún tipo.

Siempre, SIEMPRE, será un placer abrazarte y sentirte, pero no desde el lugar que cualquiera nos puede dar: yo te quiero de verdad y te quiero con mis fibras, con mi esencia, con la razón y con los sentimientos. Siempre supe que no moriré si no te tengo, pero hace mucho bien saber que estás.

Me anima tanto esta posibilidad de comenzar a conocerte desde otro lugar, que mi propia vida tiene un nuevo sentido. Tengo conciencia de que no te voy a idealizar y de que nunca lo hice, pero me siento capaz de disparar, esta vez, lo mejor de vos porque pensarte, desde hace un tiempo, me dispara lo mejor que tengo. Y acá lo importante es haberlo logrado, me parece.

Quizás todavía no pueda responderte porqué no pude ocuparme de mi. Algo habrá pasado en algún momento que no logro identificar pero siempre supe que empecé a perderme. Nada de lo que hice, de lo que alcancé, de lo que pude tener, tenía sentido: la razón me permitía darme cuenta que debía disfrutar de mis logros, pero nunca lo hice: el trabajo de reconstrucción es lento, pero es gratificante.

No se hasta dónde llegaré, pero te aseguro que esta marcha ya tiene sus frutos. Es probable, te decía, que caiga o tropiece mil veces, pero hoy tengo la convicción de marchar sin pausas (o al menos, sin retrocesos), en la búsqueda de ese tipo que lucha desesperadamente por ser, en un contexto diferente y con el compromiso a flor de piel.

En esa búsqueda, en esa empresa, fuiste el motor. Y por eso a veces me escuchás decirte gracias, porque con ese gracias resumo todo lo que significás para mi.

Yo puedo solo, así como vos también podés. Yo se que no quiero solo, y eso me hace mucho bien.

Y me comprometo a respetar tus tiempos, tus momentos, tus decisiones. Y te ofrezco, para siempre, mi amistad y mi afecto. Te lo escribo para que lo sepas: contá conmigo para siempre, con lo positivo del que fui y con lo sincero del que viene.

Te quiero con el alma.

“Sacate una foto conmigo”

¿Puede un relato simple contarte un puñado de anécdotas? Creo que si, aunque sean las cinco de la mañana de una noche sin dormir y haya optado por el mate y el teclado, renunciando al descanso que al fin y al cabo llegará cuando me rinda.

Ya habrá tiempo para dormir. Me parece que cuando los dedos pican ansiosos por tocar las teclas, no hay que limitarlos, aunque después en la jornada laboral maldiga esas ansias incontenibles de escribir.

Pero estás ahí dando vueltas desde hace mucho tiempo. No me di cuenta pero ya pasaron dos meses (largos, por cierto) desde que te dije que volvería a escribir y sin embargo, falté a mi palabra. No es que me hayan faltado ideas ni cosas para contar… solo que estuve acomodando recuerdos y desempolvando vivencias. También me guardé algunas, como se guarda un vino de selección, para descorcharlo en el momento indicado, en el lugar preciso, con la compañía adecuada.

Confieso que en este par de meses, los dedos inquietos lucharon contra la mesura. No era cosa de sentarse y largar palabras tras palabras sino tener algo para contar. Y ahora es tiempo de contarte una nueva anécdota de mi vieja vida.

Hace más de 21 años en el viaje de egresado de la escuela secundaria, casi sin querer, te acercaste un tanto decidido y reclamaste algo muy simple, que cambió la historia: “sacate una foto conmigo”, desafiaste, sabiendo que era muy probable que te dijera que no, una respuesta que no querías escuchar y que yo no quería dar pero que era probable, porque no éramos amigos.

Nunca te agradecí ese momento pero toda a vida lo tuve presente. Me sacudió hasta las fibras que me desafiaras y exigieras algo tan simple que hasta ese momento había compartido con muchos pero no con vos. Dije que si y nos pusimos de frente al sol y de espalda a ese gran hotel, allá en el sur, cuando se impuso el impulso y me dejé llevar: te abracé al descuido y me animé a darte un beso de amigo, mientras vos estabas quieto y desconfiado, pensado vaya a saber en qué jugada estaría tramando.

Ese fue uno de los momentos más intensos en mi vida, aunque todo este tiempo haya parecido algo insignificante. Si bien marcábamos nuestros lugares como meros conocidos, y nos negábamos a los afectos que deja la amistad, estoy seguro que ambos queríamos trasponer esa barrera que levantamos en base a diferencias poco sólidas y demasiado difusas.

Yo tenía la vida demasiado clara corriendo delante mío y vos eras el ejemplo de lo que yo no quería ser. No preguntes muchos ni te molestes tanto por los pensamientos y los sentimientos de aquella época. Ahí estaban y ahí estábamos, tan distante y tan cercanos.

Yo marcaba mi vida y vos vivías la tuya. Me parece, si es que puedo pensar por vos, que cada uno estaba conforme con lo que tenía, pero añoraba un poco de lo que más detestaba del otro, del que estaba en frente. Y en ese momento, histórico por cierto (para jugar con palabras de la historia), vos estabas frente a mi y yo estaba frente a vos.

Desde entonces, desde ese momento “en que decidí quitarme la foto contigo, tío”, muchas cosas cambiaron. Hasta entonces me ocupaba de marcarte nuestras diferencias para mantenerte alejado, pero moría de ganas de que rompieras el cerco (de que rompieras los moldes y saltaras en cerco, sería la idea correcta). La alegría de entonces aún la tengo presente y fue el disparador para que comience a confiar en vos y a través tuyo, a confiar no sólo en los amigos sino en otras personas que se fueron cruzando.

Un par de veces, confieso, pensé que con vos me había equivocado. Creí que no eras del todo confiable pero cuando entendí que las personas somos falibles, como lo fuiste conmigo quizás menos veces que yo lo fui con otros, comencé a entender que la rigidez no es buena consejera, y mucho menos, cuando uno está enamorado de la vida y disfruta tanto de los pequeños momentos como de los grandes silencios.

Siempre, cada tanto, miro esa foto porque tienen buenos recuerdos y la increíble capacidad de hacerme recordar, dos décadas después, un momento muy especial de nuestras vidas. Quizás vos no sepas ni de qué estoy hablando, pero esta vez, cuando la volví a mirar, me di cuenta que la foto retrata uno de los momentos más importantes que viví en la vida, la bisagra entre el quiero y el creo (o el no me parece, pero me gustaría), el momento en que rompí los moldes y me dejé llevar, apostando a encontrarme con la mejor desmentida a mis ideas sublimes y soltando las estructuras que pensé que eran para siempre y que sin embargo las volví a levantar, con el correr de la vida, lastimando de nuevo, separando de nuevo, alejando de nuevo (pero esta es otra historia).

Las noches templadas como la de anoche son mis mejores noches de inspiración. El sol ya calienta la mañana y los ojos acusan el ardor de la noche en velas, mientras el sabor amargo de un mate ya lavado aún da vueltas en el paladar, y los dedos ansiosos de siguen chocando y repiquetean en un teclado que cuenta sobre la vida, mientras hace música con la historia.

Este relato te lo debía. Estaba guardado; esperaba el momento y anoche salió de pronto, sin pensarlo y sin buscarlo, sabiendo que lo vas a encontrar sin saber y que lo vas a leer un par de veces para -quizás un par de días más tarde- preguntar después como al pasar si de verdad tengo la foto (que si la tengo) y si te la puedo llevar.

Está muy bueno poder comenzar a ubicar las cosas donde deben estar. Pasaron más de veinte años de aquel momento y si bien sabemos que esta amistad camina viento en popa (para usar una frase hecha), es muy agradable para mi saber cuándo comenzó y lo que es más grandioso todavía, tener ese momento registrado.

Hoy te agradezco a vos que hayas dado aquel paso y te cuento, que así como me quedé una noche en vela, ansioso por escribir ese momento, es imprescindible también que sepas que estoy cerca de brindar por aquella foto. De vos depende cuántos escucharán ese descorche. Por ahora, yo soy uno de ellos…

La existencia del alma en el Caio

De: Diario de Una Mujer Gorda, de Hernán Casciari
Ubicación original del post: http://mujergorda.bitacoras.com/archives/000131.html


El Zacarías y yo tomamos mate. Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo, cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá... Entre el Zacarías y yo hubo días sin besos a la mañana, semanas sin dirigirnos la palabra, meses enteros sin juntar los pelos, años larguísimos sin un peso en el bolsillo. Pero no hubo nunca en nuestro matrimonio un solo día sin que él o yo nos sentáramos en silencio a tomar mate.

El mate no es una bebida, corazones de otro barrio. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás sola. Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es “hola” y la segunda “¿unos mates?”.

Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los hijos de puta.

Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. El Caio empezó a pedir a los cinco. La Sofi a los nueve. El Nacho a los tres. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.

Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza:

—¿Dulce o amargo?

El otro responde:

—Como tomes vos.

Yo les escribo siempre a ustedes con el mate al lado del teclado. Leo los comments con el mate al lado. Los teclados de Argentina y Uruguay tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie. Ni a la vieja Monforte.

Escribo esto por algo. Hoy llegamos todos de la calle y el Caio estaba tomando mate solo. Nunca antes había tomado mate solo. Siempre con el Chileno Calesita, o con la hermana, o con nosotros. Solo jamás.

Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.

El Caio no sabe qué carajo le pasa. No va a recordar este día. Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. Yo no me acuerdo de mi día. Zacarías tampoco. Nadie se acuerda. Pero hoy el Caio empezó a tomar mate solo. Hoy, 8 de enero del 2004, a la madrugada. Su padre y yo, escondidos en el pasillo, empezamos a mirarlo con respeto.

Gracias por venir

El blog Mateada tiene tres años. Recién ahora, en enero de 2007, se me ocurrió ponerle un contador de visitas, a sugerencia de un amigo. La verdad que me sorprendió descubrir que cada día hay nuevas entradas y que son varios los que se acercan a esta mateada, esta ronda de amigos, una revista que cuenta cosas de adentro.

Gracias por venir.

Partera, por amor a la vida

Su nombre es María del Pilar Villaba pero todos la conocen como la Abuela Guimaraez. Por más de 40 años fue la partera de los más necesitados. Cuidó a mujeres extrañas como si fueran sus hijas. Su historia y su calidez, en una entrevista realizada en 2003.

Toda guerra trae consigo consecuencias nefastas. Muerte, caos y familias enteras dispersas. Y otras indirectas, personas que escapan de su país en busca de un futuro mejor o, como en este caso, algunas que ayudan el crecimiento de una ciudad. Y vaya paradoja: llegó escapándole a la muerte y aquí ayudó a dar vida a cientos de personas a lo largo de más de 40 años como partera.

En el año 1934, mientras paraguayos y bolivianos se desangraban en defensa de lo que ambos consideraban su territorio en la llamada Guerra del Chaco, María del Pilar Villalba, con solo 14 años, llegaba a tierras argentinas desde su Paraguay natal, para escapar del conflicto.

"Yo llegué soltera pero acá conseguí para mi novio”, dice. Un año después de su llegada, en 1935, se casó con Pedro Guimaraez, con el que tuvo diez hijos y quien, según cuenta su viuda, era un hombre generoso y solidario. Estas cualidades también fueron suyas y permitieron que la Abuela Guimaraez ayude a una gran cantidad de mujeres, en su mayoría de escasos recursos, quienes dieron a luz a sus hijos en el calor de un hogar, el de la Abuela, “porque antes había más pobreza que ahora”, afirma".

"Estas mujeres llegaban descalzas, con hambre; entonces lo primero que yo hacía era lavarles los pies con agua caliente”.

"Me encanta ayudar"

De sus comienzos como partera recuerda que se inició por necesidad y porque “en esos tiempos el hospital estaba muy pobre, muy mal. Nosotros vivíamos solos en la zona de Mbopicuá y ahí tuvo lugar mi primer parto; antes no había casi nada allí pero a cualquier hora llegaba gente..., hasta del Paraguay llegaban, sin nada. Venían porque nosotros les dábamos todo. Yo tenía mucha voluntad porque me encanta ayudar a mi prójimo”, asegura en voz pausada, baja y aún con los matices de su lengua natal.

Los partos los realizaba en su casa o si la venían a buscar, en el domicilio de quien la necesitaba. "Cuando llegaba a una casa y veía a mi paciente enferma, caminando por ahí, le decía... vení a sentarte, yo te voy a lavar los píes con agua tibia. Ellas tenían vergüenza porque nunca tuvieron a alguien que les lavara los pies. Yo lo hacía porque ese era mi deber”, resaltó.

A la abuela le gustó contar su historia. Durante la charla estaba cómoda, tranquila. Abundó en detalles que enriquecieron su relato. Recordó, por ejemplo, que acostaba a las parturientas en la cama y les decía que ya estaba por venir el bebé, "les ponía un trapo tibio, sobre todo en invierno. Después de un rato, casi sin pensarlo, el bebé ya nacía".

Contaba con la ayuda de sus hijas cuando recibía pacientes en su casa. Ellas, además de lavarles los pies a las pacientes, fabricaban pañales con trapos y ropitas para los recién nacidos. Su esposo mataba animales de su propio gallinero para preparar la sopa. “Tuve la suerte de que él fuera muy generoso, lo último que teníamos lo compartíamos con todos”, recuerda.

Leña y agua tibia

Eran otros tiempos y trabajaba con lo que había a mano. Usaba leñas para lograr calor y para calentar a la parturienta, colocaba carbón debajo de la cama. “Yo llenaba de agua tibia una bolsa de goma y allí cobijaba a los bebés”, contó, antes de recordar con pena a "aquellas tres nenitas de Uruguaí que murieron de frío: si nacían conmigo, eso no hubiera sucedido; yo me sacaba la ropa y las envolvía. De frío no iban a morir conmigo”, dijo con seguridad.

El sustento de la familia Guimaraez salía del trabajo en la chacra: tenían unas catorce hectáreas y don Pedro, quien falleció en 1969, acarreaba maderas desde Cuñá Pirú hasta Puerto Rico, con un carro impulsado por tres bueyes.

La Abuela vive hoy en el barrio aledaño al hospital de Puerto Rico. Recuerda que una vez un médico local quiso denunciarla porque ella no era enfermera y no tenía estudios, pero esa acusación no prosperó. “Yo atendía en mi casa, eso es lo que no le gustaba al doctor, porque estando cerca del hospital la gente venía aquí”.

Pero la Abuela Guimaraez no era la única partera de la zona. “Estaba también doña Catalina Freiberger; ella tenía mucho trabajo con su gente. En esa época la gente era muy racista”, tanto que recuerda una anécdota: “una vez atendí a una señora alemana que no me habló en todo el parto porque había pedido a doña Catalina, y cuando habló, solo lo hizo en alemán”, comentó con una sonrisa.

María del Pilar Villalba, más conocida por su apellido de casada como Abuela Guimaraez, a los 86 años recién cumplidos -nació un 12 de octubre- dice que todo lo que hizo “fue en nombre de Dios. Porque él me tomó como un instrumento suyo para ayudar a dar vida. Por eso nunca cobré por mi trabajo, porque lo hacía de buena cristiana”, asegura.

Los casos más raros

Cuenta que entre los casos más curiosos le tocó ver nacer a una criatura sin cabeza. “Yo tocaba a la madre pero no encontraba la cabecita del bebé. Pensaba "qué raro es este parto". Le agarraba contracciones pero no era natural porque no hallaba la cabeza. Mandé llamar a un doctor pero este llegó cuando había nacido ya la criatura. No quise decirle a la mamá lo que pasaba porque el niño estaba vivo. Respiraba. El doctor me dijo que no me asustara, que eso solía pasar y lo tomó de una manera muy natural. Hasta hoy no me explico cómo fue posible ese nacimiento. El niño vivió pocos minutos y nació con unos cuatro kilogramos”.

El otro caso es el de “un bebé que era muy chiquito. Nosotros no los pesábamos, pero a este si, por su curioso tamaño, tenía 90 gramos. Yo dejé a mi bebé en casa para estar con este, porque parecía un muñeco. Lo calentaba con la bolsa de agua tibia. Cuando le mostramos al doctor el bebé, él le dijo a la mamá que siguiera haciendo lo mismo para que el bebé se acostumbrara y no extrañase lo que le hacíamos en casa. El chico estaba bien sanito”.

El último parto

"Hace unos seis años vino una señora a buscarme para que fuera a atenderla. Yo le dije que no porque ya estaba muy vieja, ya no tenía fuerzas, ya no me sentía capaz y que en el hospital había buenos médicos".

Sin embargo, esa tarde vino su esposo "a contarme que la señora lloró porque quería tener a su hijo conmigo y que no sabía qué iba a hacer porque no quería parir en el hospital. El señor me ofreció plata para que atendiera a su señora pero no acepté su dinero, porque yo nunca trabajé por plata; yo trabajé siempre por amor. Entonces le avisé que iba a ir para ayudarla. A los tres días nació el bebé. Desde ese momento dije que esa sería a última criatura que hacía nacer”.

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La familia

Después de ayudar a dar a luz a cientos de mujeres, la Abuela Guimaraez tiene 24 nietos de los cuales 23 nacieron con ella, “menos el último, que nació en una clínica. Este nació con problemas en el ombligo, en cambio los que lo hicieron conmigo no tuvieron problemas”. A su vez tiene ocho bisnietos y diez tataranietos