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La mateada

Mate frio

Tomás, el ortodoxo

(Texto de Aída Bortnik). 

Tomás era un niñito muy prolijo. Tanto, que casi, casi, no parecía un niñito. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado. Estaba siempre limpio y se iba a dormir cuándo los niñitos tenían que irse a dormir. Todos sus juguetes estaban enteros, brillantes y en el estante correspondiente. Estaba tan preocupado por conservar todos sus juguetes, que nunca jugaba con ellos. Tomás era un niñito al que no inquietaban el vuelo de los pájaros, ni el funcionamiento de su cuerpo.

Tomás era un joven muy disciplinado. Tanto, que casi casi, no parecía un joven. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado. Estaba siempre prolijamente vestido y era educado con las chicas y respetuoso con los mayores. Estaba tan preocupado por repetir siempre sus lecciones que nunca sabía de qué estaba hablando. Tomás era un joven al que no le inquietaban el rotar de las estrellas, ni el bullir de su sangre.

Tomás era un hombre muy ordenado. Tanto que casi, casi, no parecía un hombre. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado, nunca se comprometía demasiado. Estaba siempre del humor justo y trataba cortésmente a las mujeres, a los mayores, a los jefes y a los subordinados. Estaba tan preocupado por cumplir con todos sus deberes, que nunca tuvo tiempo para saber que significaban. Tomás era un hombre al que no le inquietaban el destino de la humanidad, ni el significado de sus pesadillas.

Tomás era un marido muy metódico. Tanto, que casi, casi, no parecía marido. Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado, nunca se comprometía demasiado, nunca daba demasiado. Cuando era preciso se disponía a hablar brevemente, escuchar brevemente y proceder brevemente, durante el abrazo. Estaba tan preocupado por observar todas las reglas del matrimonio que nunca se le ocurrió disfrutarlas. Tomás era una marido al que no le inquietaban los fantasmas de la felicidad, ni los demonios de los celos.

Tomás era un padre muy riguroso. Tanto, que casi, casi, no parecía padre. Nunca preguntaba bastante, nunca pedía bastante, nunca curioseaba bastante, nunca intervenía bastante, nunca se comprometía demasiado, nunca daba demasiado, nunca esperaba demasiado. Estaba siempre dispuesto a juzgar y a ordenar, sin olvidar los buenos modales. Estaba tan preocupado por ejecutar todas las obligaciones de la paternidad que nunca pudo conocer a sus hijos. Tomás era un padre al que no inquietaban la frustración de sus sueños, ni la posibilidad de una guerra.

Tomás murió una mañana de verano. Lo enterraron por la tarde. Por la noche comenzaron a olvidarlo. El señor observó el silencio, mientras escuchaba el minucioso relato de su deberes cumplidos. Después suspiró - el Señor, Tomás jamás suspiraba- y dijo: "Cada siete días, cuándo orabas prolijamente tus oraciones, sin olvidar ninguna palabra, yo esperaba. Como esperaron tus padres y tus hijos, tus maestros y tu mujer, tus compañeros y tus ángeles. Esperaba que preguntaras algo, que pidieras algo, que exigieras algo, que sintieras algo demasiado poderoso para ser controlado. Esperaba que te encontraras o te perdieras. Esperaba como todos esperaron, que me necesitaras. Pero me has dado a mi, regularmente, cada séptimo día, lo mismo que le has dado a la vida: una devoción vacía. Tu eres el único fracaso imperdonable para la creación: un hombre que no la cuestiona. Vete, Tomás - concluyó el señor- También yo quiero olvidarte".

Los sinsabores de cualquier relación: la ruptura

Las relaciones humanas tiene siempre un principio y muchas veces un fin. Es doloroso cortar una relación, pero sucede con tanta frecuencia que nos acostumbramos a ella. No hay un lugar ni hay un momento, pero "se corta" cuando surge la necesidad de hacerlo. Casi todos pasaron por esto. Ningún manual de comportamiento habla sobre cómo sobrellevar la parte menos llevadera de los noviazgos: el quiebre, la ruptura. Acá va una propuesta para que inspecciones tu propia experiencia.

Los he visto en innumerables ocasiones. Rostros de preocupación. Miradas perdidas, más allá del horizonte de cemento, de mar, de campo o de selva. Los he visto a la salida de las estaciones, de los boliches, buscando, en los portales, refugio del sol, del viento o de la lluvia. Los he visto en las escuelas, en las calles, en los trabajos; los he visto por la vida misma; en los bares, los paseos y hasta en los cines. Los vi por donde quiera que haya gente, sea cual fuera el lugar.

Saben que queda poco y sus mentes juveniles (mucho más allá de las edades) repiten frases de novelas (aprendidas en las radios, la TV o los impresos), de las nuevas o de las antiguas, como eco de novelitas rosas que tocan las fibras más sensibles del corazón. Ellas se ensimisman; ellos buscan respuestas a preguntas que nunca han hecho ni harán. No tienen más de treinta años pero eso no importa. Lo que dicen o dejan de decir no se encuentra en ningún manual de comportamiento para sobrellevar citas amorosas, porque estos manuales nunca les han informado sobre la parte menos llevadera de los noviazgos: el quiebre, la ruptura.

Si los he visto, quiere decir que pudo hacerlo. Soy la vida misma o quizás, el amor, o lo que fuera, capaz de poder verlo desde afuera y contarte, querido lector, todo lo que puedo ver.

Los vi, decía, en todo el mundo pero te cuento lo que vi en todo Misiones, en la calles de asfalto de Posadas y en la tierra colorada, en los balnearios o las plazas de los pueblos: podrían haber terminado en un bar. Podrían haberse paseado por las calles contándose lo mucho que se quisieron, lo poco que se toleraron y cómo los sueños de muchacho terminaron en pesadillas que los obligan a romper allí, justo ahí, en un lugar improvisado, cualquiera, que no estaba dentro de los planes ni estaba previsto. Podrían haber roto la relación en cualquier sitio pero rompieron justo ahí, donde estaban en ese momento.

Los días grises

No son pocos. Ellos normalmente se tapan la cara con las manos. Ellas, con la mirada perdida, inspeccionan en su interior. Normalmente guardan silencio. El le toma la mano y la acaricia. Ella sabe que ya es muy tarde, que los senderos del amor suelen malograrse por la maleza que nunca se ataja a tiempo y que crece, abundantemente, en el fértil campo de la incomunicación; aquella alimentada por los mismos manuales y las novelas baratas que leyeron con la esperanza de romper el cascarón.

Y allí se quedan en el día gris ya sea en un día de lluvia o de sol. Por supuesto, nunca he permanecido cerca lo suficiente para ver el epílogo. Sólo se que las escenas del acto son lentas y penosas, y que la masa de gente que corre en los alrededores, cuando el lugar es extremadamente público, no hacen más que aumentar el contrastre entre sus prisas cotidianas y estas rupturas juveniles únicas y duraderas.

Podrían romper con aullidos, reclamos, reproches, peleas, golpes o gritos. Sin embargo, el silencio imperante duele más que cualquier palabra y la lágrima que corre no logra arrastrar semejante angustia.

Repasá en tu mente

Hay tantas historias como rupturas hubo en el mundo, ya sean de relaciones secretas como de relaciones públicas, conocidas o no. Algunas tristes y otras muy divertidas, con una gran variedad de rupturas insulsas. Sin posturas, para no molestar la susceptibilidad de nadie, te cuento, querido lector, algunas de ellas.

Sólo te doy una pauta de las rupturas. El resto es una lectura silenciosa, está en tu mente. Los otros ejemplos los sabés vos de sobra, de tu propia vida. Tomate un minuto y repasalos. Simpre viene bien recordar.

La noche del poema

Ella celebraba su cumpleaños y se estuvo preparando durante todo el día. Había un tema que debía resolver esa noche pero no quería pensar en ello hasta que llegue el momento. Eran jovencitos y las reuniones entre amigos ocupaban gran parte del tiempo libre. Y el amor, ocupaba todo el restro. Los dos se prepararon durante todo el día: ella debía estar espléndida, distendida, relajada; el la quería agasajar. Ella se ocupó todo el día de si misma y no era para menos. El pensó en ella todo el día. Por la noche se vino el caos.

La reunión entre amigos y compañeros de estudio se realizó en un bar: llegaron todos y cuando la cumpleañera entró, su amado salió a su paso con un poema. Ella lo miró, suspiró profundo y como al pasar le dijo que su amor por el "ya fue". Le agradeció el tiempo y la intención y después confirmó ante sus amigos lo que los íntimos ya sabían: retomaba su antiguo noviazgo después de darse cuenta que seguía enamorada de él. El novio (ahora ex) tomó el poema y se marchó, triste, por perder el amor y ser desplazado sin contemplación: la ruptura fue en un bar, frente a todos los amigos en común.

La maldita carta

Es cierto que una carta anónima no puede terminar con una historia de 20 años, pero les pudo asegurar que puede ser la gota que faltaba para que se desencadene la tormenta que se lleve el último resquisio que quedaba del amor. Aunque debo también admitir que en las historias de amor que se rompen siempre hay un corazón que queda con la carga de lo que se termina sin que lo hayamos querido.

Lo cierto es que la relación tenía antecedentes de infidelidad, superados únicamente por el amor, o la costumbre, o vaya a saber qué... Para entonces solo alcanzaba con una carta anónima para que el castillo termine de desmoronarse. Y la carta apareció. Estaba allí, en el cajón de su escritorio, adonde ella fue en busca de unas facturas para pagar. Vio el sobre sin remitente, cerrado, y no aguantó. Tenía que abrirlo. Y lo abrió. No estaba dirigido a nadie, pero era para él, al menos eso creyó ella por algún tiempo, el suficiente como para enrrostrarle los dolores que acumulaba de otros tiempos y echarlo de la casa con la bronca y la impotencia que se siente cuando no se sabe qué hacer. Y se fue...

A los pocos días un desconocido la llamó por teléfono. "Se que está mal con su marido por una carta", dijo... "y usted quien es?"... "estoy en su misma situación, mi esposa encontró una carta entre mis cosas, una carta que yo no sabía que existía..."... "qué, cómo?"... "si, parece que en nuestro lugar de trabajo alguien se dedicó a hacer este tipo de bromas..."

Invitó al desconocido a cotejar las cartas. Eran la misma. Misma letra. Mismo texto. Era una broma. Una maldita broma de un maldito irresponsable.

El no volvió a casa. Ella lo esperé mucho tiempo. Alguien, en algún lugar de esta ciudad, les dió el empujoncito final.

La confusión

Después de 3 años y medio de noviazgo, se separaron cinco días, para vistar cada uno a su familia. El fue a buscarla a la facultad y la acompañó de compras por el centro. Ella de repente dijo: "hay algo que te tengo que decir". El imaginó de qué se trataba. Cuando se sentaron a almorzar ella disparó: "este fin de semana me di cuenta que ya no te extraño cuando no estoy con vos; no se qué pasó". El quiso retrucar: "¿y un "finde" nomás te da para darte cuenta de eso? Si que sos rápida para decidir". Y entonces ella remató: "no se cómo explicarte que ya no siento nada hacia vos". El insistió: "yo te sigo amando, me gustaria seguir pero respeto tu decision". Se levantó y antes de irse, dijo: "si necesitas algo, acá estoy; sabés que te quiero y quiero lo mejor para vos".

Ella contesto: "no puedo creer que te lo tomes así; esperaba otra respuesta. Pero, no vas a confundir las cosas?". El: "obvio que no; sabés que soy de separar cada cosa y tomar todo como es" y se retiró. A la semana se encontraron de casualidad y confundieron las cosas. La confusión duró dos meses más.

El último campamento

Fue triste e incomprensible para los dos. Ella viajó 1200 kilómetros para estar juntos un fin de semana, con la intención de fortificar la relación. Algo pasó pero no lograron conectarse. El se sintió fastidiado en todo momento y ambos se supieron distantes. Salieron de "luna de miel", en carpa. La segunda jornada fue la más complicada y la tensión estalló cuando entró la noche. Intentaron hablar varias veces pero sólo lograban reproches. La tensión fue en aumento y los silencios dolían. Entonces, a pesar de la hora, él decidió poner un punto final. Se levantó, le comunicó que volvía a Posadas porque no tenía sentido seguir juntos, porque no parecía eso lo que ambos necesitaban. Tomó sus cosas, las pocas cosas y salió. Ella primero amagó detenerlo pero lo dejó ir. Lo miró marcharse desde la puerta de una carpa armada con ilusiones. La luna iluminaba el camino y dibujaba una silueta tenue que se esfumó en la noche. Y nunca supieron más uno del otro.

Tacos altos, ilusiones cortas

La joven que en esta historia se llamará María tiene menos de veinte años aunque su rostro demuestra muchos más. Lleva encima un maquillaje barato, exagerado; ropas llamativas, una pollera muy corta y botas negras, de tacos altos; tiene manos chicas y olor a lavanda. En la cartera, dice, hay distintos colores de lápices labiales, perfume, cigarrillos, monedas y profilácticos: todo lo que necesita para trabajar.
Casi todas las noches, desde hace unos tres años, sube y baja de distintos camiones que la levantan o la descienden entre Jardín América y Monte Carlo, su área de trabajo, aunque la mayoría de las veces prefiere quedarse en Puerto Rico, porque así se asegura de volver temprano a casa.
Cuando el sol amaga esconderse, cada tarde, sale vestida con ropa sencilla que se cambiará después “en lo de mi amiga”, para no alertar a la familia ni a los vecinos, a quienes dice que trabaja en un comercio de comidas. Su padre y sus hermanos varones están desocupados, “pero hacen changas” y su madre, un ama de casa, a veces cose para los vecinos y así junta algo de dinero “para la olla” y mandar a los hermanos más chicos a la escuela.
María sostiene el hogar y para ello se prostituye.

El trabajo
Al principio le costó hablar y no entendía para qué querían conocer su historia. Cuando aceptó la charla puso condiciones, mínimas, inocentes, que se iban a cumplir de todas maneras: “ni mi nombre verdadero –que nunca dijo–, ni fotos”, disparó antes de desafiar: “preguntá lo que quieras”.
María nunca terminó el secundario que comenzó en otro pueblo. Su familia decidió venir a Puerto Rico hace unos seis o siete años, tras una oportunidad laboral para el jefe de la familia, que finalmente no prosperó. Pasaron muchas necesidades y todos comenzaron a trabajar: el padre y los varones en changas y María, como empleada doméstica en una casa donde la trataban bien pero no le pagan mucho, “no alcanzaba…, no pagaban casi nada”.
Una amiga más grande la convenció “para trabajar con ella, para ayudarme. Me dijo que se ganaba bien, por lo menos un tiempo, para ayudar en mi casa…”. Ella, la amiga de María, le arregló las primeras citas, “con un cliente fijo de ella… para que yo pruebe… pero yo tenía que decirle al tipo si me preguntaba que yo tenía veinte años”. Y María se hizo mujer a los 16 años, a cambio de veinte pesos.
Muy pronto vinieron nuevos clientes, que comenzó a conseguirlos sola, en la ruta, con viajantes, en despedidas de solteros, como regalo de cumpleaños. Y trabajó en autos, camiones, hoteles, moteles, balnearios, caminos vecinales y algunas casas.
Si hay dinero extra, puede acompañar a los clientes hasta “Jardín o Monte Carlo, pero más lejos no porque después tengo que volver”.
María dice que los clientes siempre la trataron bien aunque pelan el precio, que no acepta ir “ni con muy pendejos ni con muy viejos” y que lo días de lluvia no trabaja sino que se queda en la casa de la amiga, tomando mates.
Cuando se le preguntó a María si la familia estaba al tanto de la situación, dijo que no, pero después de un breve silencio, respondió en voz muy baja “mi mamá sabe…, se dio cuenta… se enojó mucho, me dijo de todo…, no quiere que yo haga esto y me dijo que le iba a contar a mi viejo pero yo le dije que si le contaba, yo me iba de casa y no me iban a encontrar más. Si le cuenta, mi viejo me mata, pero yo me voy a Entre Ríos, a Buenos Aires…, a muchos lados me puedo ir”.

La consecuencia
Detrás del maquillaje pesado, demasiado exagerado para su rostro bonito, hay una adolescente a la que le gustaría dejar todo esto, pero no encuentra un trabajo donde juntar los 400 ó 500 pesos que hace por mes. Pero cuando deje el oficio, además, dice, “me voy a tener que ir de Puerto Rico porque acá los vagos me conocen y no voy a conseguir novio, ni marido, ni nada….”.

¡Que cambiados están!

Hacía mucho tiempo que no estábamos todos juntos y el casamiento de Guillermo volvió a reunirnos. El secundario nos hizo amigos y a lo largo de los trece años que pasaron desde que dejamos el quinto año, supimos mantener a puro esfuerzo y cariño, la amistad de la que gozamos hoy en día, cuando los sueños de adolescentes son, en definitiva, preocupaciones más tangibles.
Que cambiados que están todos. Las caras aniñadas tienen la misma alegría de siempre pero ellas llevan los proyectos en los que estamos todos embarcados.
Las manos que se pasaban los discos de vinilo o las entradas al boliche se siguen estrechando con la misma fuerza que entonces, pero ahora acarrean otros sueños.
Raúl y Esteban me llamaron muy temprano. Llegaron con el amanecer y fui a buscarlos a la terminal. Hicieron más de mil kilómetros para estar en el casamiento que volvería a reunirnos como lo hacíamos antes. Iban a estar todos, o casi todos, y nadie quería faltar a la cita.
Recién cuando los volví a ver me di cuenta de cuánto los extrañaba. Hacía un par de años que no nos sentábamos a conversar y con la charla llegaron las novedades. Raúl estaba por convertirse en padre y esa situación lo tenía feliz y ansioso. En dos días más Esteban cumplía 32 años y aunque sigue soltero, estaba pensando también en formalizar. Yo seguía en medio de las corridas entre el trabajo y mi alocada vida llena de proyectos.
Ahí estábamos los tres amigos hablando del pasado, del presente y del futuro; ahí nos atropellábamos por contar nuestras novedades y abriendo grandes los ojos ante las vivencias, propias y extrañas, pero recientes.
Qué alegría sentí al volver a verlos. Supe nuevamente que nunca estuve solo y que a pesar de la distancia, nuestra amistad sigue con la misma mística que supo lograr hace más de una década.
Estaremos todos tan cambiados, o seguiremos siendo los mismos que nos abrazábamos para bailar mientras escuchábamos el tema que gritaba vivencias que creíamos propias. Acaso no somos aquellos que sin previa cita nos encontrábamos todas las tardes para tomar un tereré. Habremos dejado de ser los chicos que prometíamos luchar por un mundo justo y solidario. Ya no lloraremos de alegría por la felicidad de los amigos, o de tristeza, por amores perdidos.
Será que nos olvidamos del sueño utópico de vivir todos muy cerca. Acaso los chicos perdieron la mano para sacar el asado justo a punto. No habremos pasado la etapa de las cargadas rotativas que tanta gracia causaban a quienes no estaban de turno. Ya no sonarán los teléfonos a la madrugada para avisarnos que están todos en la casa de alguno de nosotros. Ya no pondremos sal o picantes en el vaso del que estaba desatento.
Raúl y Esteban resumieron los dos últimos años de sus vidas haciendo comentarios uno sobre el otro, mientras preguntaron detalles recientes de mi vida y de quienes están cerca de donde vivo; se atropellaron para hablar, se rieron de situaciones gastadas que nos siguen pareciendo muy graciosas, como cuando Reinaldo pidió hamburguesas en un lugar que se llamaba Solo Pizza, cuando viajamos a Bariloche.
Me quedé pensando si habíamos cambiado o seguíamos siendo los mismos; no hizo falta decirnos con palabras cuántos nos queremos porque nuestras miradas, adultas y más calmadas, nos hizo sentir el afecto de siempre; el tono de nuestra voz abrazó al amigo que escuchaba atento nuestro hablar más pausado. Las risas tiradas al aire fueron aquellas que en el secundario festejaron como propias las alegrías ajenas. Y nuestro interior sintió la paz que deja saber que nuestra gente sigue ahí, muy cerca, aunque el tiempo y las distancias nos separen.
Si, creo que somos los mismos y que también hemos cambiado. Hablábamos del niño de Raúl que estaba por nacer y del proyecto de vida de Esteban mientras salíamos hacia el auto que nos llevaría al casamiento. De pronto, Esteban y Raúl salieron corriendo, a los empujones, peleando por llegar antes para sentarse adelante, en el auto, tal como lo hacían desde que nos conocimos, hace más de quince años.
Y me reí porque no lo podía creer. Estamos todos tan cambiados pero al final, seguimos siendo los mismos.
Esa noche, en medio de la fiesta, se me cruzó la mirada con el novio y cuando nos dimos cuenta, llorábamos los dos, abrazados. Llorábamos de alegría y de emoción. Qué cambiados que estamos todos. Pero seguimos siendo los mismos.

Simple, muy simple

Le gustan las cosas simples, sencillas, pero con significado. Claro que el significado dependerá de cada uno, dice cada que puede hacer esa aclaración. Una noche de sábado, en un cálido otoño que se parece más a la primavera, a la orilla del Paraná, mientras un grupo de bullangueros bailaba y reía al ritmo de un chamamé, pudo abstraerse y observar un largo rato.
Cree, contará después, que ahí mismo le dieron ganas de escribir, de contar las cosas opuestas que veía, como a ese grupo de adultos jóvenes que se zarandeaba a un ritmo conocido pero que no le era propio, por una cuestión generacional. El esfuerzo por demostrar que sabían y las morisquetas de sus cuerpos confirmaban lo que trataban de negar: la música, ese baile, no les era propio, aunque la escucharon y bailaron desde chicos. Pero sólo era una sana diversión, sin mayores significados aparentes.
El enorme predio, con césped verde, cuidado, del club ocasional, gritaba en silencio miles de significados: la brisa todavía fresca de una noche que debía ser fría en Misiones se colaba por los cuatro laterales descubiertos del enorme tinglado. Adentro, debajo de las chapas sin cielorraso, las luces de colores giraban frenéticas y, al escaparse por uno de sus lados, coloreaban el tronco de un añoso árbol de mango pintado de blanco, a la cal. El piso de cemento, con sus típicas grietas soportaba también, como tantas veces, los largos mesones armados de caballetes y tablones. Sobre ellos, el banquete: choripanes, sus salsas y aderezos, comida regional, los postres y la torta, además de los vasos con vinos, cervezas y gaseosas.
Alguien cumplía esa noche poco más de 30 años. El conocía a casi todos desde hace más de 20, la misma cantidad de años que vio repetirse ese tipo de escena cientos de veces. Y ahí estaban otra vez, como quizás estarán otras cientos de veces. Y sonrió.
Un enorme lapacho, que ya florece, mira al río desde vaya a saber cuánto tiempo. A un costado, el quincho más pequeño echa humo constante por la chimenea de una parrilla grande, sobre la que se renuevan chorizos y panes. Atrás, al fondo, después de un alambrado sujeto con postes bajos de madera, se alinean una veintena de autos impecables que reflejan la luz de una luna que nadie lograría ver, si quisiera, desde donde están.
Un aplauso repentino festeja la torpeza de algún descuidado que rompió una botella mientras el ritmo vuelve a cambiar por enésima vez; alguien arenga a la masa para que el baile no termine antes de que salga el sol, en honor al anfitrión.
El río está calmo. Bajo un cielo estrellado sus aguas se perciben oscuras, sucias, eternas. A pocos metros alguien fuma un cigarrillo mirando el vacío, la nada, quizás un poco abstraído del tiempo presente.
No sabe si es el que mira o el que fuma. Son dos personas distintas o quizás sea la misma. Por un segundo el tiempo no existe y esa fiesta lo remontó a los años mozos, cuando conoció en ese mismo lugar al amor de su vida.
El recuerdo se hizo presente y sintió el calor de aquel amor con la misma intensidad que entonces y vivió nuevamente sus años de adolescentes, caminados en el mismo club, divertidos en el mismo patio, soñado bajo la misma luna.
Cerró los ojos y sintió como en aquellos tiempos las mismas voces, las mismas alegrías, las expresiones tan conocidas y no existió, de repente, ni pasado ni presente porque siempre fueron los mismos. Nada había cambiado, pensó cuando un par de lágrimas de tanta emoción le corrieron por una mejilla para desaparecer en la misma arena que bajo sus pies también absorbió hace muchos años otras desilusiones.
Todo estaba como siempre, como hace mucho, como en el futuro. Sólo que esta vez la adolescencia desapareció de pronto, con una vocecita que lo trajo al presente:
-papito, ¿qué estás haciendo?...

Dos mil años

Hoy quiero que sepas algunas cosas que nunca te conté de mi, como cuando era chico y me pasaba horas sacando la cuenta para saber cuántos años iba a tener en el año dos mil y cuando la suma, una y otra vez, me daba 33, pensaba: “ueeeeé, que grande voy a ser”.
Cuando pensaba que en el dos mil iba a tener 33 años, inmediatamente me relacionaba con ese flaco de barba y túnica que dicen que nació, mirá vos, hace dos mil años. Y la verdad es que no se qué pensaba: quizás se me pudo ocurrir que porque tendría 33 años yo también sería una suerte de super héroe y que eso evitaría, por ejemplo, que me fajen por las macanas que hacía.
Hoy me acordé del día en que aprendí a andar en bicicleta: qué emoción (¡y qué porrazo!). Mi viejo sostenía la bici desde el asiento, desde atrás, y me daba vueltas y vueltas mientras yo hacía como que andaba solo pero en realidad él me sujetaba. Sabés que le convencí a mi viejo que se quede atrás y que no hable para que yo juegue a que andaba solo. Un día se cansó y me soltó; yo seguí sin darme cuenta hasta que le hablé y no me respondió, porque no estaba atrás: de la emoción, de darme cuenta que ya sabía andar en bici, me caí muy feo; fue uno de los porrazos más grande que tuve.
La vez que más vergüenza pasé fue a los 16 años, al día siguiente de mi primera borrachera, cuando tuve que enfrentar la mirada de mi vieja. Pensé que me iba a matar pero me dijo que eso, que emborracharse, a cualquiera le pasaba alguna vez en la vida.
Para otras enseñanza de la vida estuve solo. O de a dos. O con amigos.
Ya de grande, solo dos veces lloré casi sin consuelo: una cuando terminé el quinto año (no podíamos parar de llorar e hicimos llorar a toda la escuela) y la otra cuando se murió un amigo.
Días tristes en mi vida hubo muy pocos, pero hubo. Solía recordar aquellos en que me decepcionaron hasta que un día me enteré que yo también había decepcionado y entonces pensé que decepcionar a alguien podía ser involuntario. Y entonces esos días ya no me parecieron tan tristes.
Me acuerdo como si fuera hoy la primera vez que un niño me llamó “señor” y un adulto me trató de “usted”; y yo todavía me sentía un chico. Me acuerdo como si fuera hoy la primera vez que me preguntaron la profesión y ya no respondí “estudiante” sino “periodista”, pero con la voz quebrada.
Hoy me acordaba de aquel chico que hacía cuentas para saber cuántos años tendría en el año dos mil. Pensar que entonces no pensaba que en el año dos mil vos ibas a estar cerca, no sabía que vos no sabrías algunos momentos inolvidables de mi vida ni que podría llevarte en el corazón, porque formás parte mía y quien sabe cuándo, un día, nos cruzó la vida.
Aquel niño que sumaba con los dedos de la mano para saber cuánto faltaba para el año dos mil no sabía que en el año dos mil te iba a decir “gracias”, “felices fiestas”, “te quiero mucho”.